La fantasía es un estar entre, un escape, morir un momento. Es bioquímica y a ella nos lleva el trauma, hacia el limbo donde no habrá dolor.
Perritos de raza, sus pelajes con olor
a shampú de lavanda surgen de un vórtex en medio del bosque, un vórtex que comunica con Versalles. Se desplazan veloces y unas niñas felices y maravilladas toman
sus correas y corren por el prado de un
mundo verde e imaginario.
Un lector espía desde las nubes y
vuelve a repetir una y otra vez una escena que ocurre allá abajo, donde sí
existe el tiempo, en el libro.
Qué maravilla terrible es quedarse
en el libro, en la fantasía que nunca ocurrirá. Porque, tarde o
temprano, el relato fantástico, la fantasía, deja de caber en la cabeza y la
hace doler. Tenemos que despertar, aún estamos vivos.
Un escritor atormentado dijo que los sueños eran pequeños trozos de muerte, una muerte creativa en sí misma, donde las cosas sólo ocurren y los hombres se montan en ellas, como los botes sobre los olas del mar. El mar de noche y con tormenta.
Y cada noche es una sorpresa , un ir a
pescar algún sueño donde sí podamos sentir de verdad, un sueño que nos devuelva
la vida, que nos haga sentir especiales.
Existen colecciones de sueños más valiosos que las propias vivencias; mis anécdotas las he relatado a otros hasta
hacerlas brillar y después de contarlas siempre quedan estampadas en ellas flores
de plástico.
Los sueños mantienen su color, su
verdad, su sensación, no se desgastan ni se vuelven triviales. Nunca
ocurrieron. Ninguna experiencia estará a su altura.
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